"Amsterdam" - Cuento de Miguel Hernández Girón

Oh. Chet, Chet, Chet, Shit, Shit, Shit. Nos reímos ante la absurda combinación de palabras y lo ciertas que resultan.
 
La recepcionista nos mira desconcertada, nos pide el pasaporte y nos pregunta el nombre. Otra vez Llevamos tres días hospedados y nos pide le mostremos de nuevo el pasaporte, debe estar loca, la pobre. Mira la cara que tiene Chet. Cara de pudín, de rica fresa, delicioso pudín que un marido saborea goloso todas las noches al llegar a casa. Qué tetas, Chet, mira qué tetas tiene la recepcionista. Ahora en adelante le diremos Tetas. Quedas bautizada Tetas. Uffff.
 
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¿Por qué no podemos ir a la habitación? Allí está el equipaje, la trompeta. Todo. Tetas nos indica que esperemos al gerente del hotel. No es la primera vez que sucede. Es por lo menos la enésima ocasión. En las estaciones del tren, en los aeropuertos, en otros hoteles de otras ciudades de otros países. Nos echan. Lo que nos faltaba, Chet, nos tratan como unos marginales, nos miran con desprecio; tenemos dinero, muéstrales, Chet, saca la billetera. Dales unos billetes, unos malditos de los verdes, o no nos dejarán en paz.
Pero qué te pasa, Chet, no te alteres. ¿Por qué les muestras los dientes? Déjales tranquilos. Mejor diles que nos largaremos de aquí. Tranquilízate Chet. Deja que ellos abran la puerta; diles que aguarden; nos dejen sacar nuestra valija, desgastada y gris; desarticulada y amorfa. Oigan, ustedes, miren, no nos llevaremos nada, un par de pantalones vaqueros, un jersey, dos camisas, unas monedas, un reloj de pulsera, la cadena con la plaqueta, recuerdo de mi paso efímero por el ejército. No necesito nada más.
 
 
Chet, no olvidemos la trompeta.
 
Cómo crees que la voy a olvidar, maldito. Ella y yo somos uno solo; un amor indisoluble. Hasta que la muerte nos separe, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y la pobreza. Inseparables desde mi infancia transcurrida entre músicas de trigales, de mugir de vacas, de ulular de lechuzas, de la música producida por devastadores tornados; de la musical risa de madre, de la guitarra de Elvis durante el trayecto Oklahoma-California. Es mi música, de nadie más, ni siquiera de padre que me la regaló. Ninguno como yo puede tocar la trompeta con el sonido que le imprimo; tocar frases tan largas, potentes y viriles, de extraordinarias notas bajas en las que lo fugaz es eterno. La melodía. Lentamente la encuentro, la busco, la exploto, hasta agotarla; aparto la trompeta de mis labios marcados por la embocadura; ahora mi voz; observen mi gesto, elevo un poco el labio, ladeo la cabeza, cierro los ojos, el balance ideal de cuerpo, mente y alma. Llevo de nuevo la trompeta a mis labios, pulso las válvulas. Del cigarrillo atenazado a mis dedos, el humo forma una escalera por la cual trepan las notas de My Funny Valentine.
 
Uffff. Vaya, Chet, qué melodías. Pero a estos idiotas, ahí recargados contra la puerta, que nos quieren echar del hotel no les gusta y pensar que éramos estrellas, rock stars.
 
Pero me hastié de tanto morbo, de ser presentado como un manipulador, como un hombre derrotado por el infortunio, como un maricón del jazz; en lo que no se equivocan y en lo que les doy total razón, es que soy un romántico impenitente cuya voz sensual, sutil produce los más excitantes orgasmos femeninos.
 
Chet, bajemos. Caminemos por la ciudad. Este cuarto me deprime. Coge el jersey. En la calle ya se siente el frío del otoño. Ámsterdam, ciudad trepidante de acción pura las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días, caminemos por sus callejones dejándonos llevar por el aroma a marihuana.
 
Demos algunas vueltas a la Estación Central con aire de catedral y detengámonos allí, frente al canal de aguas tranquilas, bajo aquel parasol amarillo. Sentémonos, pidamos un café.
 
Hey, mesero. Chet, no pidas whisky. Te lo advierto.
 
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Déjame en paz. Alcohol vetado. Comprendo. Un cigarro de marihuana no nos hará mal. Un viajecito normal. Aaah, este sí produce un vuelo natural. Shit, Chet, Shit, Chet.
 
Jijiji. Si te vieras la cara transfigurada que tenemos. Te la voy a describir. Se desdibuja en una mueca ruda que enmarca el rostro de campesino agotado arrugado, taciturno. Ni rastros del que sedujo hasta la misma Marilyn.
 
No hables mierda. Todavía soy él James Dean de rostro angelical, el blanquito, actor de películas de ínfima categoría, el blanquito bebop, el blanquito cool de ojos azules, que tocó la trompeta mejor que muchos músicos negros.
 
Qué jaleo, Chet. Desde que salimos de California pasamos de la reflexión a la euforia, de la risa a la melancolía. La culpa es de ese maldito documental.
 
Tienes razón. ¿Por qué accedí a hacerlo? Dime. ¿Por qué exponer las miserias? ¿Por qué mostrar mi lado sensible, mi lado salvaje? —Dios griego—, me llamó Diane. Qué mierda. Le di una patada en el culo a Diane y la eché, Jah, hasta nunca. A quién se le ocurre compararme con un dios. Soy endemoniadamente humano. Posar ante una cámara. Mentir, decir las cosas a medias recargado contra una pared de un cuarto en penumbras. Mostrarme melancólico, romántico. Decir las frases las que recitan actores de segunda clase en novelas de tercera: “Debo haber vivido muchas vidas. Quise tener una casa, un piano que nunca fue mío, escribir algunas canciones”. Maldita sea. No debí acceder. Estoy hasta el cogote de la farsa, de mi propia mentira.
 
¿A qué te refieres, Chaddy?
 
No me llames así. No hagas el tonto. Hablo de la montaña rusa de mujeres, droga, sexo, autos. Yo, el blanquito apadrinado por Charlie, el blanquito bebop, el blanquito cool, el James Dean de rostro angelical, le di una patada en el culo a Diane y la eché. ¿Ya habíamos dicho esto?
 
Mira, mira aquella mujer que cruza el puente en bicicleta. Qué buena está, se parece a Diane. Digo que nunca he tenido nada propio, con excepción de esta trompeta, algunos amigos, Parker, Mulligan, Evans, Zoot, el Viejo Pepper, y un Alfa Romeo.
 
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¿Stan Getz? Olvidas a Stan.
 
¿Por qué tienes que nombrar a ese maldito? ¿Sabes? Le salvé la vida un día que estaba bien volado. Jah, tuve que sacarlo del baño, darle respiración boca a boca y masajes en el pecho. Lo salvé, yo, y adivina qué me dijo cuando despertó. Me cagaste el viaje.
 
Mira esta mueca. Voy a remedar a Diane — ¿Chet, cómo puedes hacer para dejar de amar a alguien?— Cómico. Cómico. ¿Chet, la ves? ¿Ves la chica en bicicleta?, pedalea, lenta, contenida, calmada; el viento ondea su cabello, vuelve su rostro hacia nosotros. Nos ofrece una risa larga, desdentada.
 
¿Mil novecientos sesenta y cuatro, mil novecientos sesenta y cinco o sesenta y seis? No recuerdo. Alguien me emboscó, me partió la cara, me rompió los dientes, pensó que la mejor forma de lastimarme al tocar mi trompeta era metiéndose con mi boca. Para sus desgracias volví. ¡Gracias Dizzy! Por ti pude volver a impregnar de infinita melancolía mis baladas, de quebrar mi voz, de restañar las propias heridas y las ajenas, las de mi hijo atropellado por un camión y a quien nunca llamé o visité ¡Acomodémonos la prótesis, la que nos permitió volver al mundo del espectáculo, del show business!
 
 
Hablemos de Ruth.
 
¿Por qué traes ahora a cuento a esa puta loca?— Arrogante, idiota, cretino—, me gritaba. —Mis ojos, mis oídos, mi mente, mi corazón…más que eso mis piernas también estaban abiertas para ti.
 
Basta, suficiente, no más. Shit, Chet, Shit, Chet. Vámonos de aquí, vamos a ese callejón. No. Espera. Demos una última mirada a la chica de la bicicleta. Veámosla desparecer en la nebulosa bruma de la tarde, bañarse en las hojas color rosa de los árboles que caen y pintan de rojo el sombrero sobre su cabeza y la canastilla de la bicicleta. Se fue. Ahora sí. Vayamos hacia aquel callejón de muros de piedra, estrecho, húmedo de extensión interminable. Ahora tendámonos en el piso. Shit, Chet, Shit, Chet.
 
Chet, hemos vivido con la constante amenaza de perder el equilibrio, de equivocarnos o acertar, de excedernos, de encontrar un lugar en nuestro cuerpo que no tenga las huellas, las cicatrices de una aguja, con excepción del escroto.
 
Shit, Chet, Shit, Chet.
 
Aflojamos el cinturón, nos bajamos el pantalón de lino a rayas, con el dedo pulgar y el índice de la mano derecha hacemos una pinza e introducimos la agujilla. Dibujamos una sonrisa boba y aferramos nuestra trompeta contra el pecho.
 
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Pongámonos cómodos flotemos. En cuestión de instantes algo extraordinario nos impulsará hacia arriba, nos devolverá hacia abajo como un objeto atrapado en el ojo de un huracán; nos hará abrir los ojos en una especie de éxtasis eufórico; nos tensará los músculos; nos hará arder la piel; nos secará la garganta; nos acelerará el corazón. Bamboleantes, pegados a la pared nos levantaremos apoyando la espalda contra el muro. Nos llevaremos la trompeta a los labios, tocaremos notas suplicantes. My Funny Valentine.
 
Vaya, viaje. Shit, Chet, Shit…Chet.
 
Apostilla: el 15 de mayo de 1988 en una calle de Ámsterdam, Chet Baker fue encontrado muerto. Según las autoridades se lanzó por la ventana del hotel donde se hospedaba. De allí lo habían echado por armar escándalo. Otras versiones dijeron que cayó accidentalmente del tercer piso del hotel al intentar rescatar la trompeta que había olvidado en el cuarto luego de discutir con el administrador del establecimiento.
 
Los turistas, aficionados al jazz, como peregrinación obligada llegan hasta el hotel Prins Hendrick para ver de cerca la placa de homenaje a Chet Baker y la fotografía con el rostro del James Dean del Jazz en la ventana del cuarto piso.
Miguel Hernández Girón

Miguel Hernández Girón, escritor, periodista y docente. Maestro en Creación Literaria de la Universidad Central. Ganador de tres Premios Simón Bolívar en la Categoría de Mejor Programa Cultural Radial con la emisora HJCK. Autor del libro de cuentos "Todo el tiempo decimos". 

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